Unos prefieren el fútbol, otros optan por sentarse a disfrutar de su lectura preferida, los hay que son felices en compañía de sus amigos y hay quien prefiere quedarse con los suyos al calor de una buena conversación. El caso es que a la hora de optar por una u otra opción, en el momento decisivo en el que tomamos las decisiones que caracterizan nuestra personalidad, nuestras conductas o nuestras creencias, el peso de la historia, de nuestra historia personal e intransferible marca la diferencia.
Y es que somos el resultado de nuestros actos. El enorme abanico de experiencias vividas, sentidas e interiorizadas a lo largo de nuestros años de infancia y adolescencia determinan indefectiblemente el resultado de lo que somos, de lo que pensamos, de lo que amamos y respetamos. Somos el fruto de nuestra propia evolución y en el largo camino que nos ha llevado hasta lo que somos, la familia, la escuela y nuestras amistades (también llamado grupos de iguales) marcan los hitos principales que han modelado nuestra propia identidad.
Como individuos autónomos e independientes caracterizados por una identidad propia, única e irrepetible somos tanto en cuanto hemos vivido y experimentado en compañía de estos tres ámbitos de influencia. Y es tal la vinculación que el desarrollo de nuestra personalidad tiene con estas tres esferas que los sociólogos han establecido que forman el conjunto fundamental de agentes a través de los cuales nos incorporamos a la sociedad.
Por eso cuando uno reflexiona sobre como los individuos llegamos a ser personas únicas y singulares llega a la conclusión de que el proceso constante y progresivo vinculado al devenir de nuestra historia muestra una clara influencia no solo de los contextos en los que nos hemos criado desde niños, sino -de lo que es más importante quizás- del hecho de que son el resto de personas con las que hemos compartido nuestra vida (padres, amigos y escuela) lo que determina los rasgos característicos de nuestra personalidad. Sin su aportación e influencia en nuestra evolución social no habríamos sido capaces de descubrirnos e identificar qué clase de persona somos.
Todo comienza a través de una infancia ligada al vínculo emocional de nuestros padres. El rico universo simbólico que se establece en el marco familiar nos permite desde chicos aceptar como norma natural las rutinas del día a día, cómo comer, cuándo dormir, dónde descansar, porqué jugar, cómo vestirnos, los momentos de penas y alegrías, etc. todo ello recubierto de un dulce y meloso caramelo de afectividad. Este intercambio simbólico, particularista, este flujo de significados, nos facultan para poder ser y estar en sociedad el día de mañana.
Posteriormente, años después, es en la escuela donde volvemos a re-socializarnos adquiriendo las herramientas, competencias, y habilidades necesarias para desenvolvernos con soltura en la cultura que nos ha tocado vivir. A nuestro maestro, a diferencia de nuestros padres, no le amamos, pero cumplimos sus preceptos porque somos conscientes de que sin determinados aprendizajes universales difícilmente podremos insertarnos en la dinámica social.
Y es precisamente aquí, en este contexto tan amplio, complejo y variado de la escuela, de esa escuela institucionalizada que primero nos enseña a sentarnos (parafraseando a Kant) y después nos ayuda a contar y a leer y a escribir, donde entramos en contacto con el resto de iguales, que al igual que nosotros, día a día comparten con el maestro el devenir académico y normativo de la educación formal.
Así pues, el complejo entramado de relaciones afectivas y emocionales creado con nuestros padres deja paso lenta, progresiva e inexorablemente (y muchas veces con no pocos conflictos y contradicciones) a la función socializadora de la escuela en la que no solo aprendemos las reglas básicas de la ciencia sino que nos prepara (algunos preferirían decir que nos adiestran) para sumergirnos e insertarnos armoniosamente en la cultura dominante. Allí, en la escuela, es donde encontramos nuestros primeros amigos. Con ellos nos sentimos identificados, compartimos criterios, valores, gustos y aficiones, encontramos nuestro papel en el grupo, mostramos preferencias personales y nos repartimos el poder en busca de un estatus que nos ayude a identificarnos a nosotros mismos y frente al grupo.
Con toda esta evolución personal y echando la vista a atrás uno llega a preguntarse por la tremenda complejidad del proceso de formación de nuestra propia identidad personal. Y lo que es más importante: ¿cómo desde nuestra función de maestros pertenecientes a la institución escolar podemos llegar a entender, comprender y gestionar el comportamiento y la formación de las identidades personales de nuestros niños y adolescentes?, ¿tan lejos tenemos nuestra propia evolución?...
No podemos dejarnos llevar por valoraciones simplistas que vinculan estereotipos juveniles al comportamiento de nuestros chavales. Hay que ser conscientes que su propio proceso de inserción social, de socialización, está limitado por los mismos ámbitos de influencia, los mismos agentes que intervinieron en nuestro propio devenir. La complejidad de las relaciones personales, efectivas, académicas, amicales o sexuales que se establecen en el tránsito de la niñez a la edad adulta implica un ejercicio de reflexión profunda por nuestra parte que nos permita entender la realidad en la que se desenvuelve su día a día.
De poco sirve elaborar complejos análisis específicos si carecemos de la visión de conjunto que nos permita entender el problema en su globalidad. Crecer, madurar, aprender e interiorizar las normas y pautas de comportamiento que nos faculten para insertarnos en la sociedad es un trance lo suficientemente complejo y trascendente como para justificarlo con argumentaciones parciales que nos alejan de la realidad.
Nuestros niños y adolescentes de hoy serán nuestros ciudadanos de mañana, y la responsabilidad de acompañarles en ese largo, apasionante y especial viaje está en nuestras manos. No solo por la función docente que como maestros desarrollamos en las aulas, sino por el rol de padres, de amigos, de personas que viven en sociedad y que todos y cada uno de nosotros poseemos. Velar por su equilibrado desarrollo es nuestra responsabilidad. Ofrecerles criterios que les permitan ser ciudadanos críticos, autónomos y socialmente activos está en nuestras manos.
Es por ello que si queremos ofrecerles un mundo mejor que el nosotros hemos heredado está dentro de nuestra responsabilidad poner los medios necesarios para que puedan encontrar su camino con la satisfacción de llegar a ser y de llegar a saber ser buenos ciudadanos.
LAHIRE, B. Infancia y adolescencia. De los tiempos de socialización sometidos a constricciones múltiples. École Normale Supérieure LSH, Lyon. Director del GRS (UMR 5040 CNRS)
LAHIRE, B. Infancia y adolescencia. De los tiempos de socialización sometidos a constricciones múltiples. École Normale Supérieure LSH, Lyon. Director del GRS (UMR 5040 CNRS)