Del mismo modo, mis prácticas escolares se han caracterizado por este constante fluir con el grupo. A lo largo de las semanas me he visto en la necesidad de fundirme con todos y cada uno de mis alumnos. Gracias a ello he podido extraer el máximo potencial educativo de las situaciones escolares vividas en el cole. Y la experiencia ha sido fantástica.
A lo largo de los días he ido sufriendo una particular metamorfosis. Compaginar estudios y trabajo nunca ha sido fácil para mí. Formarme como maestro implica mucho más que adquirir unos determinados conocimientos más o menos específicos relacionados con la educación. Implica, como no puede ser de otra forma, cambiar la actitud frente a la vida, frente a los problemas y dificultades. Ver el mundo en positivo (que no de color de rosa). Supone conocer, valorar, sentir y hacer propia la dimensión emocional del magisterio y llevarlo a tu vida privada para que impregne y empape todos los ámbitos de tu existencia, todas tus acciones.
Precisamente por todo ello, cuando asumí como propio el reto de ser maestro sabía que el tránsito hacia esta profesión supondría plantarle cara a la vida con los mismos argumentos y actitudes con las que uno se enfrenta (admitamos ocasionalmente este término como válido) al grupo aula. Por muchos problemas que me pudiera causar. Así pues, mi contexto laboral ha determinado y condicionado mi forma de ver y entender la realidad del magisterio.
Por otra parte, mis responsabilidades familiares y mi recién estrenada paternidad, ha supuesto un potente acicate que sistemática y repetidamente golpea mi conciencia y mi corazón impulsándome en cada paso, cada sendero que tengo que recorrer. Tener este hijo me ha puesto en la necesidad de acercarme al magisterio no solo bajo un interés profesional, sino como la mejor herramienta a mi alcance para formarme y aprender a ser un buen padre.
Por todo ello, al contrastar mi contexto personal con el ámbito educativo en el cual he trabajado me ha ayudado a reconocer que si una palabra resume a la perfección lo que han sido estas semanas (y yo incluiría estos tres años de estudios universitarios) es el término EVOLUCIÓN.
Día a día, por momentos, conscientemente en una ocasiones y más disimuladamente en otras he ido convirtiéndome en agua y me he ido adaptando al recipiente, al envoltorio que mis chavales han ido modelando con sus manos. El proceso ha sido espectacular. Poco a poco sus gestos, sus miradas, sus acciones han ido modulando la manera de ver la realidad. La dimensión afectiva que se establece entre alumnado y profesor me ha servido de palanca, de punto de apoyo sobre el que construir el resto de mis prácticas. La escuela es algo más que cuatro paredes y un tejado... Son los niños y niñas que viven y aprenden en su interior los que día a día construyen no solo su propio aprendizaje, sino el nuestro (el de sus maestros y maestras). Son los auténticos protagonistas de esta historia.
Os puedo asegurar que más he aprendido yo de ellos en estas semanas que ellos de mí.
Y este cambio, esta evolución, esta metamorfosis, actúa sistemática y contundentemente en la raíz del problema: ¿cómo llegar a ser un buen maestro?
Me resulta curioso comprobar cómo lo que antes me suponía un problema ahora no es más que algo anecdótico o singular. Cuando eres agua y fluyes con el grupo fijas tu foco en lo realmente importante. No te preocupan tus problemas, o las dificultades que te encuentras en el aula. La realidad escolar se ve desde otra perspectiva desde la que todo es posible y realizable. Ya no importa tanto el contenido que uno debe impartir, sino como lo impartes. Llegados a este punto, cualquier actividad, cualquier materia se convierte en un mundo fantástico que hay que descubrir en compañía de tus alumnos.
Ellos aprenden y disfrutan. Tú eres feliz. Y entre todos construimos un futuro más prospero y prometedor.
Como dijo Bruce Lee en una ocasión: Be water my friend.