
Esta actitud me hizo darme cuenta de que algo no iba bien. Efectivamente había cumplido diligentemente con las tareas encomendadas en la jornada anterior, pero claro, las formas, los tiempos, los ritmos, los espacios, las maneras de explicar, de tratar al alumnado, etc. son distintas a las que habitualmente tiene Ana. Ella explica de maravilla y se prepara las clases concienzudamente, pero les exige mucho, a mi entender más de lo deseado para unos niños tan pequeños. Pone mucho énfasis en la ortografía, en la caligrafía, en la gramática y el cálculo, y cualquier pequeño error puede ser merecedor de su correspondiente reprimenda o castigo.
Yo sin embargo me limité explicarles la tarea, acompañarlos mientras realizaban los ejercicios y a corregirlos entre todos en la pizarra. Quedarme solo en el aula con los chavales me permitía implicarme en la tarea siguiendo mis propios criterios y ritmos de enseñanza-aprendizaje.
Después de reflexionar sobre el particular, de observar y analizar no solo lo ocurrido en la clase de segundo, sino en el resto de las sesiones me di cuenta de que la presión a la que están sometidas las tutoras por logar que los niños aprendan a leer, escribir y calcular con precisión y diligencia limita y condiciona en muchas ocasiones la gestión que este debe hacer de los recursos, de los espacios y del tiempo disponible.
Desde mi posición de estudiante en prácticas puede resultar muy fácil enseñar determinados contenidos, realizar lecturas, jugar en el aula de informática. Sin embargo, a la hora de la verdad, los padres no me exigirán a mi resultados. No seré yo la persona encargada de responder sus dudas, de justificar porqué fallan en ortografía o porqué se equivocan al hacer divisiones inexactas.

Aprenderemos del día a día. Os lo aseguro.
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