jueves, 3 de febrero de 2011

Cosas que son y no deberían ser...

Como todo en la vida, hay momentos, circunstancias o situaciones en las que nos vemos abocados a hacer cosas, o a tomar decisiones sin ser totalmente conscientes de las consecuencias que acarrean nuestros actos. Otras veces, somos inducidos a desarrollar conductas o comportamientos que no compartimos o aprobamos. Así obtenemos resultados erróneos. Tomamos decisiones sin disponer de toda la información necesaria para efectuar un juicio justo y razonado. Luego, nos arrepentimos y nos llevamos las manos a la cabeza.

Pues, algo de todo esto es lo que esta mañana me ha tocado vivir durante el transcurso de las clases.

Si bien soy consciente de que no es del todo normal, pero sí relativamente habitual, que un estudiante en prácticas se haga responsable en solitario de todo un grupo, me parece mucho más extraño y peligroso que alguien en mi situación tenga que asumir la responsabilidad del profesor de compensatoria e impartir una clase de lecto-escritura a un niño de 6 años de nacionalidad extranjera que apenas sabe contar, leer y escribir. Allí me encontraba yo, con el pequeño de la mano, buscando el aula de apoyo para -cartilla de lectura en mano- empezar a repasar el "pa, pe, pi, po, pu".

He de reconocer que la experiencia fue tan enriquecedora y estimulante como extraña y carente de respeto a la legalidad vigente. ¿Cómo yo, un alumno en prácticas, debía asumir tal responsabilidad?, ¿y si le ocurre algo al niño mientras está conmigo a solas? Se puede tropezar y caer, soltarse de la mano y perderse por el Cole, darle un ataque de tos o simplemente reclamar la presencia de un adulto conocido para él.

La cuestión es que, muchas veces, las practicas escolares se convierten en la excusa perfecta para delegar en terceros responsabilidades propias, personales e intransferibles. Me consta que en este caso no fue por desidia o desgana, pero en cualquier caso, fui yo el que tuve que asumir una responsabilidad que no me correspondía.

Personalmente aprendí un montón. Con cada sílaba, con cada sonido, con cada dibujo en la pizarra el pequeño aprendiz gozaba de alegría. De placer por aprender, por crecer, por ser. Sus pequeños ojos se iluminaban, me miraban, me sonreían. Y en cada gesto, en cada pausa, la vida que corría por sus jóvenes arterias me salpicaba llenándome de felicidad.

Fue quizás el placer de sentirme útil, necesario o querido, lo mejor de una experiencia tan humanamente gratificante como fuera de lugar.

Nunca tuve la oportunidad de enseñar a leer a nadie con tanta necesidad y os puedo asegurar que nunca olvidaré el placer que sentí al ver su agradecimiento y su cariño reflejados en su rostro.

Gracias, pequeño, porque tu pequeña sonrisa me ha hecho sentir el placer de ser Maestro.

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